“Heridas y herencias”: Renato Cisneros y una mirada a la figura paterna en la serie “Succession”

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En realidad, nadie, en su sano juicio, quisiera pertenecer al dañado clan de los Roy. Los cuatro hijos de Logan, Connor, Kendall, Shiv y Roman, detestan a su padre; es decir, lo aman, o quisieran amarlo, o intentan amarlo de ese modo incongruente en que uno se aproxima a un padre violento y árido; a la vez, lo repelen y lo culpan por el daño físico y psicológico que les ha sido infligido desde la infancia. A pesar de que podrían distanciarse profesionalmente de él (¿podrían?), orbitan en torno suyo (o de su empresa), unos más agazapados que otros, esperando su turno para dar el salto y obtener una mayor cuota de poder y dinero.

La premisa central de la serie se establece por medio de una pregunta evidente: ¿cuál de los hijos sucederá al octogenario Logan Roy como cabeza del emporio familiar una vez que este dimita o deje de existir?; sin embargo, la verdadera herencia que los hijos comparten y llevan a cuestas tiene que ver menos con la billonaria compañía y más, mucho más, con los traumas que arrastran, que silencian y, a la par, reproducen sin cesar. De esas profundas heridas del pasado surge el cinismo que domina las relaciones en «Succession», y da pie a un entramado de batallas movidas por celos, desconfianza, mentiras y traiciones casi siempre coronadas con abrazos y brindis performativos. O sea, Shakespeare para ‘millennials’.

El viejo Logan, interpretado por el fantástico Brian Cox, ha tenido una vida difícil. Nació en Escocia y huyó de la guerra con sus dos hermanos, en barco. Tenía apenas cuatro años. Creció, en Canadá, bajo la tutela de un tío, Ned, que lo golpeaba con frecuencia y que, indirectamente, lo responsabilizó de la muerte de su hermana. Construyó su fortuna gracias a su olfato, su falta de escrúpulos, y su talento para ir detrás de contactos políticos que le asegurasen un atajo. Sus hijos, en cambio, son magnates desde niños y, pese a la mano dura del padre, se creen merecedores de los incalculables privilegios que han disfrutado a lo largo de décadas. No podría decirse que son una tira de incompetentes (hay algo ciertamente eficaz en su pragmatismo malicioso), pero carecen del temperamento del jerarca. Jamás podrían superar la sabiduría, voracidad e instinto asesino de Logan. Además, por culpa de la burbuja de comodidades en que han vivido desde su nacimiento, ignoran el mundo al que aspiran interpretar, les cuesta comprender la sensibilidad de las mayorías, tanto así que la única vez que pisan la calle sin blindaje de ningún tipo (Roman enfrentándose a una multitud que protesta por los resultados electorales), la realidad los pasa literalmente por encima.

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Hay una escena brutal en el episodio «Iglesia y Estado» (el penúltimo de la temporada final) que no he podido quitarme de la cabeza. En la iglesia, ante del féretro de Logan y delante de cientos de asistentes, los hijos, devastados, pasan al frente para dedicarle a su padre unas últimas palabras. Lo retratan como un hombre de «ímpetu terrible», de «una ambición feroz», pero lo exoneran públicamente expresándole, a su manera, su terca admiración. En el cajón, el viejo Logan parece estar más vivo que nunca.

Al final, los giros extraordinarios del guion y el devenir de cada personaje nos dejan con una sensación de pérdida cercana a la vivida por los hermanos Roy. Los créditos aparecen en la pantalla, suena una vez más el piano de Nicholas Britell, y solo entonces experimentamos una especie de orfandad. La orfandad del espectador que se ha quedado sin historia, y que sabe que pasará mucho tiempo antes de reencontrarse con un universo así de inquietante, y con un ‘padre’ como Logan, abrumador hasta la muerte. Incluso después. //